¿Riéndose de qué?

Traducción de Beatriz Cannabrava La Muerte se anuncia cuando dejamos de reír. Mi padre fue una persona de muchas risas. Tenía el humor de la provocación….

Ilustra: Rice Araujo Ilustra: Rice Araujo

Traducción de Beatriz Cannabrava

La Muerte se anuncia cuando dejamos de reír. Mi padre fue una persona de muchas risas. Tenía el humor de la provocación. Cuando todo sonaba calmo o muy tradicional, él decía una frase o hacía un gesto para desarreglarlo todo.

Aún sin haber leído Torquato Neto(1944 -1972), mi papá hacía acontecer los versos: Vete bicho desafinar / el coro de los contentes. Solamente cuando la enfermedad lo dominó es que su risa desapareció. El final del humor fue la señal inequívoca de que él se estaba yendo.

En mi círculo de amigos hay muchos naturalmente chistosos, de la estirpe que abre la boca y ya nos estamos riendo. Divertidos cuando cuentan lo que sea, en el momento que observan pequeños y grandes hechos del mundo.

Sin embargo, creo que la mayoría de las personas tiene un humor más discreto. Similar al mío. Nadie me describe: Fernanda es una persona chistosa. Al primer contacto soy de tipo serio, para evitar decir sesuda o terca.

En la medida que avanza la convivencia, logro provocar buenas risas. Lo que me hace pensar que, de hecho, pasamos a conocer a alguien cuando percibimos su humor. La primera risa desmonta la desconfianza.

Quizás porque el humor nos humanice. Nos recuerda que somos relativos, contradictorios y fundamentalmente finitos. Entre mis sobrinos hay uno, descaradamente el más reservado, que tiene un humor fino y sutil. Pues los humores, como los chistes, tienen sus clasificaciones.

Así, hay el humor de bar, de salón, del Congreso Nacional, de esquina, de programa de TV, de libro. Aún humor de velorio. Pero el más certero de ellos, en mi observación, es el auto-humor. ¡Reír de sí mismo es sabio, terapéutico y divertido!

Pues nos acostumbramos a practicarlo al reconocer un error. Cuando nos engañamos, cambiamos nombres, barajamos itinerarios. Son situaciones en que la culpa se vuelve risible.

En el inicio de este año, llegué ansiosa y jadeante para ministrar un taller de escrita. Me encuentro con el Centro Cultural cerrado. El guardia de seguridad se espantó. ¡Nunca abrimos los lunes! Hice cara de indignada ¡pero estaba marcado para hoy, día 26!  El guardia: ¡Imposible señora! Entonces resolví conferir en la programación colgada en la puerta. Me había confundido. Mi taller era el día 26, pero del mes siguiente.

Mi cuerpo se relajó, el espíritu se desarmó: ¡Ah, señor guardia, me equivoqué! El taller es dentro de treinta días. Debería haber traído una mochila con ropas, frazada y cepillos de dientes.

Volví a mi auto riéndome a carcajadas. Recordé que la correría del día y el tráfico insano habían sido en vano. ¡Qué error, Fernanda! ¡Qué historia ridícula! Muy buena para compartir.


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